lunes, septiembre 11, 2006

Verano, que poco duras...

Niñas y niños, se me ha acabado el mes de Agosto y, como siempre, sigo pensando que tiene muy pocos días, que esos treinta y uno del calendario son para engañar y que, a lo sumo, tiene diez. Este Verano no me he complicado demasiado la vida, alquilé un apartamento y me largué en busca de sol y arena a la mayor velocidad que pude, que fue mucha. Aunque la nevera estaba hecha para liliputienses, el resto del apartamento estaba muy bien, un sitio tranquilo, a tiro de piedra de la playa y, si se quería, a cinco minutos de un centro de ocio y perdición muy coqueto y puesto. Fue a mitad de mes cuando, aún teniendo la playa a dos pasos, casi al mediodía, opté por quedarme en la piscina de los apartamentos; también pequeña, coqueta y tranquila, precisamente por eso, la mayoría prefería irse a la playa.

Estaba justo al lado de la recepción, lo que impedía que los ávidos de sitios tranquilos que no fueran vecinos del complejo atacaran como vándalos el lugar. Busqué una tumbona que no estuviera muy cascada en el lado contrario a la entrada, dejando en medio la piscina. No había nadie. Me puse los cascos, encendí un pitillo y abrí el periódico. El sol de mitad de Agosto me fue calentando el cuerpo poco a poco, hasta que noté una gota de sudor que rodaba perezosa sien abajo.

Me metí bajo la ducha; el agua estaba tibia por el efecto del sol dando de pleno en las tuberías. Después me lancé a la piscina, fría y con olor a cloro. Mi piel pareció crepitar al entrar en contacto con el agua. Una brazada, dos brazadas, tres brazadas y estaba en medio de la piscina, flotando a dos metros quince del fondo.

El Verano da una perspectiva muy diferente del aislamiento, porque, por mucho que quieras, siempre estás rodeado de gente que ríe, de niños que corren, de madres que gritan y de abueletes que se quejan en silencio de lo incómodo del asiento de lona bajo la sombrilla. Si se presta atención se puede observar como algunos se sumergen más allá de la frontera de cuerpos que alfombran los seis o siete primeros metros de agua a partir de la orilla para emerger uno o dos minutos después, depende de la capacidad pulmonar, renovados en el silencio de sonidos amortiguados de chapoteos, motores de motos acuáticas y lanchas que son tratadas como si fueran yates por paletos con gorrita de capitán de barco, que no respetan la normativa de no acercarse a menos de cien metros de la orilla.

Yo, para aislarme, uso el mp3 del móvil y un libro o el periódico, aunque tampoco es que sea muy efectivo, siempre hay niños que corren por en medio del ínfimo espacio que queda entre las toallas o imbéciles que piensan que pueden jugar a las paletas o al football en una playa atestada.

Salí de la piscina después de haber intentado bucear el largo de la piscina y haberme sorprendido agradablemente al conseguirlo. Ya estaba lo suficientemente moreno como para dejar el protector solar y pasarme al aceite de coco, cosa imposible en la playa a no ser que se quiera correr el riesgo de quedar como una croqueta. Me eché en la tumbona untado como una tostada, pensando en los exiguos quince días que me quedaban de vacaciones, cuando entró en la piscina una chica con aire tímido que no reparó en mi. Cargaba con una voluminosa toalla que soltó con alivio en otra tumbona, un sitio discreto lejos de la puerta del recinto. Después de quitarse la camiseta paseó por el borde del agua, miró a un lado y a otro con cierto disimulo, y se quitó la parte superior del bikini antes de tirarse a toda prisa de cabeza a la piscina. El pelo, ligeramente rojizo, le llegaba a la mitad de una pecosa espalda.

Esa es, en parte, una de las mejores cosas del Verano, poder observar con toda impunidad los cuerpos semidesnudos de mis semejantes, todos en tropel, uno tras otro, durante horas y sin ningún tipo de sentido clínico o pudoroso, es decir, por puro placer voayeristico. Llegas a darte cuenta de que la arruga es, de verdad, bella, que no existen pechos feos, que los españoles y españolas estamos cogiendo la costumbre anglosajona del estilo botijo corporal - también los niños, hay que joderse - o que tener los músculos a reventar sólo sirve para aprender a pedir disculpas cada tres pasos en la arena en diez idiomas diferentes.

Ya más relajada, la confiada pelirroja se dedicó a hacerse unos largos, sumergirse, intentar alguna cabriola de gimnasia sincronizada, con bastante poca elegancia aunque sí con mucho ahínco, y, por último, hacer el cristo con los ojos cerrados. Por el color cuasi transparente de la piel era evidente que no llevaba mucho tiempo de vacaciones, y también era evidente que le haría falta un factor treinta y cinco, por lo menos, sino quería parecer una gamba al día siguiente.

Subió las escaleras de la piscina, sus pezones demostraban que iba tonificada, y se dedicó a escurrirse el pelo. Fue en uno de sus cabeceos a un lado y otro cuando se dio cuenta de mi presencia. Recompuso su estatus intentando hacerlo con cierta dignidad, cruzó los brazos delante del pecho, se dirigió a la tumbona colocando la inmensa toalla como pudo con una sola mano mientras con la otra se cubría el torso sujetando la camiseta. E hizo como que no pasaba nada, cosa que era cierta.

Si le echo un poco de imaginación puedo darme perfecta cuenta del porqué de su reacción. Es decir, me estoy escurriendo el pelo, después de haber hecho un rato el pato en el agua, plenamente convencida de que estoy sola en la piscina y, de repente, miro a una esquina y veo a un tío espatarrado en una tumbona, casi negro y con la piel reluciente que sonríe como un imbécil mientras, imagino que con toda probabilidad, me está mirando las tetas... Y es cierto, le había mirado las tetas - a quien voy a engañar a estas alturas - pero no en aquel momento.

Al día siguiente me la encontré en el supermercado y me sonreí, ella me volvió la cara indignada, seguro que pensando que me sonreía recordando sus pechos, cuando en realidad mi sonrisa se debía a que no se había puesto protector y parecía una langosta del Pacífico demasiado cocida.

Mi tiempo de asueto veraniego ha llegado a su fin. A lo largo de las noches de calor de este Agosto triunfé como la CocaCola algunas veces y otras me fui al apartamento de vacío, conocí a gente estupenda y me reí bastante. Sin embargo, una de las cosas de las que más me acuerdo es de la chica pelirroja y su indignación. Me hubiese gustado preguntarle a que se debía tanto pudor porque alguien le estuviera mirando el pecho, aunque fuera en su calenturienta imaginación, aparte de prevenirla de los males de no ponerse protector solar...

Tal vez el año que viene.

Dedicado a Alfonso, el niño autista de nueve años de la playa que siempre perdía el bañador diciendo "huy, huy, huy" mientras lo tiraba a la marea, y a su madre. Jamás he visto tanta paciencia y amor.

8X


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