martes, octubre 24, 2006

Deseo...

¿Y qué te escribo?

Imagino que esperas algo que te ponga a cien cuando lo leas. Que esperas que te diga que cada vez que te tengo cerca quiero arrancarte la ropa violentamente y poseerte en el suelo. Que me encantaría besarte en el hueco que hay entre tu cuello y la clavícula mientras te acaricio el pecho con una mano y paseo lo dedos de la otra por tu sexo. Que me gustaría sentarme en el sillón del salón, encender un pitillo y ver como te desnudas sin que dejes que te toque. Que me gustaría vendarte los ojos y atarte a la cama para acariciarte, besarte, lamerte hasta que me supliques que te penetre, furioso, sin comedimientos, hasta hacerte gritar con la respiración entrecortada y el corazón a punto de salírsete del pecho. Que me gustaría ver como te ruborizas al sentir mi sexo rozando tu espalda.

Esperas que te diga que te deseo cuando me acuesto a las tantas, que deseo ducharme contigo, que cada vez que pienso en ti siento un estremecimiento que me hace cambiar de postura si tengo unos vaqueros puestos, que me llevo la mano a la entrepierna si te imagino desnuda. Esperas que te diga que un día perderé los nervios y me abalanzaré sobre ti, que te apretaré contra mi para que te puedas resistir y, aún así, besarme cuando me apartes poniendo tus manos en el pecho.

Pero no te lo diré, porque ya lo sabes. Sé que lo sabes.

Deseo. Es algo que no controlamos, que existe como una cuerda tensa entre los dos, que no se va, no desaparece, no se pierde, que reluce en nuestros ojos cuando nos miramos, cuando nos mantenemos a distancia en la cocina, como si temiéramos que un roce hiciera saltar la chispa que ponga en marcha una máquina que se alimenta de ese deseo. Y vuelta a empezar. Una y otra vez, con cada rotación terrestre.

Y a propósito, mañana estoy solo, ¿Tienes algo que hacer? Porque tenemos algo pendiente que estoy harto de posponer.

8X


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miércoles, octubre 11, 2006

A ciegas...

Niñas y niños, juro que no buscaba gresca, sólo me iba con una chica que acababa de conocer aquella noche. La primera vez que la vi pasó a mi lado casi sin preocuparse de que alguien la empujara, se paró cerca de mi y se volvió. Fue entonces cuando me di cuenta que era ciega.
- No te conozco, ¿Verdad?-
- Verdad.-
Hablamos un rato, no mucho y me dijo que porqué no nos íbamos de allí. El garito estaba a rebozar y no era fácil dar un paso. Ella se mantenía pegada a mi espalda cuando nos parábamos en medio de la gente. Sentía el calor de su cuerpo a través de la ropa y el vaivén de sus pechos cuando comenzábamos a andar de nuevo. Tres pasos, cuatro pasos, cinco pasos, y el calor de su cuerpo contra mi espalda otra vez. Olía a Maruzzia cuando se despegaba de mi. Siempre me han gustado esos perfumes que sólo parecen vivir en el momento concreto en que se deja un resquicio entre los cuerpos para retirarse discretos en el aire un segundo después. Poco a poco nos íbamos acercando a la riada humana que se dirigía a la salida a pocos metros de los baños. De repente, la gente a la que iba diciendo "Disculpe", "Con permiso", "¿Me permite?", se apartó dejándonos paso franco. - Que suerte - pensé, hasta que vi a donde llevaba el pasillo de gente. El paso lo cerraba una mole rubia de ojos claros que avanzaba hacia nosotros con los brazos abiertos y el cuerpo echado hacia delante. A ella sólo le dije "Espérame aquí un momento, vuelvo enseguida".

Nunca he sido muy corpulento, y jamás me ha gustado pelear, pero tengo treinta y siete años, ya no me engaño. Si ves a alguien a quien no conoces que se acerca a ti con ganas de pelea sólo tienes tres opciones; o huyes rezando para que el otro no corra más que tú - en este caso no podía huir, y no pensaba dejar a aquella chica allí en medio -, dejas que te partan la cara - cosa que me atrae tanto como comer vitriolo -, u optas por enfrentarte al matón en cuestión - en este último caso por lo menos tienes una oportunidad -. Caminé decidido hacia el rubio, que aceleró el acercamiento. Cuando intentó agarrarme con la mano izquierda me giré con el puño izquierdo recto a la cara, su cabeza giró en el mismo sentido en que le alcanzó el golpe, solté un croché con la derecha que le hizo trastablillar hacia atrás, adelanté otros dos pasos y le golpeé con el puño seco en el plexo. Se arqueó hacia delante cayendo de rodillas. Por un segundo pensé que se había acabado, pero el muy imbécil intentó cogerme desde el suelo con la mano derecha. Se la doble hasta que oí crujir algún hueso de la muñeca. Cuando mi abuelo me obligaba a practicar boxeo con él siempre me decía que en una pelea normal no había guantes que amortiguaran los golpes, ni protectores de cabeza, y que, para acabar con una pelea, no solía bastar un puñetazo. He de decir que, por desgracia, suele ser cierto.

Mientras la bestia rubia se retorcía de dolor en el suelo volví sobre mis pasos a por la chica. Dimos un pequeño rodeo entre la gente que se agolpaba a su alrededor y salimos fuera. Paré un taxi y simplemente le dije al chofer que avanzara. Después de cercionarme de que nadie nos seguía la miré con detenimiento. Tenía la cara ovalada, con ese tipo de nariz pequeñita que parece imposible deje pasar el suficiente aire a los pulmones. Sus ojos tenían el azul lechoso que he visto otras veces en personas ciegas y las luces de las farolas parecía hacerlos relucir como los de Rydick en Pich Black. Daba la impresión de ser más joven, pero tendría unos cuarenta y pocos. Era evidente que estaba nerviosa.

- ¿Dónde quieres que te deje?- me agarró la mano.
- Me gustaría pasear un rato. Estoy un poco nerviosa para meterme en casa.-
- Déjenos en la Avenida Marítima.- el taxista se limitó a asentir.
La Avenida Marítima corre paralela a la ciudad, y llega desde el muelle de carga y descarga de mercancías hasta más allá del muelle deportivo. Varios kilómetros de mar acotado a donde la gente suele ir a pasear. Allí nos dejó el taxi.
Durante casi un kilómetro no dijo nada. Sólo el sonido del mar y ella cogida a mi brazo, hasta que llegamos a una pequeña terraza.

Nos sentamos en una mesa al lado mismo de la marea. Pedí un wisky, ella sólo quiso agua.
- ¿Me lo vas a contar?- pregunté en cuanto el camarero nos dejó las copas.
- ¿Le pegaste?- parecía preocupada.
- Él intentó pegarme a mi. ¿Quién es?-
- ¿Le pegaste muy fuerte?- empecé a dudar que estuviera interpretando bien su preocupación..
- Lo sufiente como para poder salir de allí. ¿Me vas a decir quién es?-
- Alguien que cree que soy incapaz de valerme por mi misma.- había cierto deje de rabia en su voz.
- Y, ¿Por qué yo?-
- Me gustó tu olor.- no quiso hablar más sobre el tema. El resto de la velada pasó entre charla de lo más intrascendental. Nos reímos un rato, nos hicimos carantoñas y hubo sexo en su casa. No puedo decir que lo pasara mal, y creo que ella tampoco. Después nos quedamos dormidos.

A las siete y media de la mañana me marché mientras ella aún dormía. No le dejé mi teléfono, y a mi tampoco me interesaba el suyo. Ya digo, tengo treinta y siete años, no me engaño. Sé cuando una mujer busca sexo por despecho.

Después de aquello estuve casi un mes sin aparecer por el garito, mi intuición me decía que era mejor para mi salud. Cuando finalmente me decidí a volver por allí, al acercarme a la puerta, la vi salir agarrada al brazo izquierdo de la mole rubia, su mano derecha lucía una fédula de yeso. Relajé el paso mientras se alejaban y ella giraba la cabeza agitando las aletas de su diminuta nariz.

Le gustó mi olor... Desde entonces estoy tentado de cambiar de colonia.

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